Cali fue en otro tiempo no sé si la ciudad más hermosa, pero la ciudad más amable de Colombia, y todavía estaría en condiciones de serlo.
Yo tuve el privilegio de llegar a Cali, huyendo con mi familia de la violencia del centro del país, a comienzos de los años sesenta. En ese entonces no nos llamaban desplazados, pero lo éramos. Veníamos de otras bellezas geográficas, más melancólicas, de los abismos de Letras y sus paisajes desdibujados por la bruma, de las campanas entre los pinos de tierra fría y la música campesina llenando unos cafés a donde entraban los hombres a caballo.
Fue para mí desembarcar en la otra cara de la Luna llegar a una ciudad de ceibas y samanes, de palmeras y sol incansable, de atardeceres largos y rojos en los que a cierta hora la brisa empezaba a cerrar sonoramente las puertas, donde había muchachos negros de grandes sonrisas vendiendo mangos y chontaduros en las esquinas, donde abundaba una belleza complacida consigo misma, que no ocultaba su cuerpo, donde todos los seres tenían ritmo y donde el baile ponía en acción el cuerpo desde bien temprano.
Cali era un mundo lleno de colores, donde se sentía la diversidad de las razas y de las tradiciones. Para mi fue también pasar de la vida casi rural a la vida urbana, donde la radio efundía fabulosos terrores, llegar a la espaciosa y golosa penumbra de los cines matinales, ver desde las terrazas de Guayaquil, cerca de mi colegio de franciscanos, la progresión de los barrios hacia el horizonte de la llanura, sentir los desmesurados basurales de la galería, vivir los largos recorridos en bus por los barrios que nunca terminan y los paseos de domingo que congregaban a centenares de personas a orillas de los ríos más frescos del mundo, bajo árboles enormes, oyendo en la lejanía casetas llenas de mambos y pachangas, de los merengues traviesos de Pacho Galán y de los porros contagiosos de Lucho Bermúdez.
Desde los humildes negocios de barrio donde mi hermano Jorge y yo devoramos toda la mitología de las historietas de los años sesenta, hasta los largos campos de fútbol a donde iban en excursión los colegios a celebrar sus campeonatos, desde las piscinas de baldosas ardientes hasta las ventas de hojuelas y de algodón rosado en las ferias de diciembre, Cali estaba infinitamente viva, y un laberinto de ruedas de Chicago, circos pobres y túneles del terror nos marcaron la vida para siempre.
Por eso en cuanto pude volví a Cali, a acabar de educar el corazón en las fiestas de la amistad y en los banquetes de la inteligencia de los años setenta.
Una ciudad puede ser asunto de leyes y de presupuestos, de planeación y de fiscalización, pero es en primer lugar un asunto de vida y de convivencia, de felicidad y de belleza. Lo primero que quiero decir es que nunca he conocido una ciudad tan propicia para la vida y para la amistad, para la creación y para la celebración, y que tiene que haber sido un gran extravío lo que hizo que Cali perdiera por un tiempo su norte y su espíritu, y se convirtiera en una ciudad peligrosa y sórdida, maltratada y desesperanzada.
Los dos momentos magníficos de la ciudad que me fue dado vivir correspondieron a dos esfuerzos conscientes y enormes de la dirigencia y de la ciudadanía.
La Cali de 1962 acababa de salir de la catástrofe de los años cincuenta, que arrasó con una parte considerable de su estructura urbana. Yo llegué a vivir sin saberlo precisamente cerca de la zona que había sido destruida por la explosión seis años atrás.
En la calle 26 con 18, en el barrio Saavedra Galindo, nació mi vida caleña, cerca a las paralelas del ferrocarril, y no recuerdo haber sentido la huella de aquella calamidad tan reciente. Había pobreza, pero la única violencia que me fue dado vivir fue la vaga leyenda del â monstruo de los mangonesâ, que por entonces era no solo un rastro de cadáveres exangües de niños abandonados en los pastizales sino también un recurso de los padres para controlar mejor a sus hijos.
Mi segunda llegada a Cali fue diez años después, en 1972, y la ciudad acababa de vivir su rediseño con motivo de los Juegos Panamericanos del 71.
Las mejores ciudades del mundo son aquellas por las que se puede caminar. Las ciudades pierden su rumbo cuando se convierten en tierra de nadie, cuando se diseñan más para los carros que para la gente, más para el poder que para el disfrute, más para la competencia que para la convivencia.
Era posible recorrer sin sobresaltos las orillas del río desde la Clínica de los Remedios hasta Santa Rita, caminar por la avenida Sexta desde el Paseo Bolívar hasta el Drive-in de la Campiña, caminar por el parque del Acueducto y por el Cerro de los Cristales.
Era balsámico recorrer Juanambú y Santa Mónica, entre el aroma de las camias, San Antonio y San Fernando, Alameda y la calle Quinta, Junín y Santa Helena. Después, una visión absurda cambió la prioridad de los peatones por la de los vehículos, y el paseo por las orillas del río, y muchos otros recorridos posibles, se convirtieron casi en pesadillas.
Si algo hizo a Cali tan grata en otros tiempos fue la conciencia de sus dirigentes del escenario privilegiado que la ciudad ocupaba. Ello exige de los urbanistas conocimiento de la ciudad, de su topografía, de su clima, de sus especies vegetales, de su historia, de su composición humana y de sus tradiciones.
Cali siempre tuvo capacidad de brindarse, de no hacer sentir ajenos a los paseantes. Cuando llegué, a los 17 años, solía recorrer la ciudad con avidez y con deleite, y nunca nada ni nadie le obstaculizó a ese muchacho provinciano el disfrute de las calles ardientes del centro, de las lluvias de guayacanes de la avenida Sexta, del bullicio de las chicharras por Santa Mónica, de la fresca sombra de las ramas del caucho junto al Museo la Tertulia, de los prados sombreados de bambúes por la orilla del río, de las frescuras del río en Santa Rita, de las cáscaras de cigarras todavía adheridas a los árboles en el parque del Acueducto, de la gran ceiba deshojada subiendo a los Cristales (que ciertos días del año se llena de pomos de miel que muerden los murciélagos y arroja en algodón al viento sus semillas), de la torre Mudéjar, de la colina pensativa de San Antonio, de la Ceiba madre de la 44, de las piedras y los espejos de agua de Pance.
Estoy seguro de que eso no correspondía a la política de nadie, a las intenciones de nadie, sino al espíritu espontáneo de la ciudad, y yo pude apropiarme de esos espacios y amarlos como una posesión que me daba alegría y sosiego.
De esa hospitalidad nacen todos los bienes, la paz y las canciones, la convivencia y la prosperidad, y en cambio cuando los espacios públicos se entorpecen o se privatizan, empezamos a vivir la ciudad como sin derecho a ella, empezamos, los visitantes y también los habitantes, a sentirla como algo ajeno, como algo hostil, y de allí solo faltan unos pasos para llegar al peligro y a la amenaza.
Qué bueno sería que la gente pobre accediera al umbral de la dignidad, desde donde es ya posible emprender la lucha por la superación; que escapara del estadio paralizador donde nada es posible; y qué bueno sería que también la gente rica accediera a ese otro umbral de la dignidad que es el sentido de responsabilidad social, sentirse parte del mundo del que derivan su riqueza y su bienestar.
Depende de todos nosotros, pero en primer lugar de quienes más se benefician del esplendor de nuestro mundo, y de quienes han asumido la responsabilidad política de administrarlo, superar este dramático contraste entre el todo y la nada, entre la opulencia y la postración, entre el hartazgo de los satisfechos y la penuria de los que ven amanecer con angustia y con miedo.
Colombia lleva demasiado tiempo comprobando que de este crecimiento caótico, no dirigido por ninguna intención civilizatoria, solo brota un mundo primitivo y violento, donde todo tiene que resolverse por la vía de la arbitrariedad o del resentimiento. La construcción de un mundo humano no se puede dejar a la inercia de los egoísmos particulares: exige voluntad, disciplina, generosidad, ética, sana filosofía y sana política.
Así aprenderemos a hablar no solo del derecho a la vida, del derecho a la salud, de la dignidad de cada quien, sino del derecho a la ciudad, del derecho a la recreación, del derecho a la belleza.
Las administraciones deben tener proyectos a corto y a largo plazos, compartirlos con la comunidad, convertirlos en procesos y en dinámicas. Sin descuidar las responsabilidades del presente, hay que tener sueños, sueños arquitectónicos, sueños urbanísticos, sueños comunitarios, sueños culturales. Cuando los sueños son pertinentes, tarde o temprano aparecen los recursos.
Hoy, cuando se habla tanto de seguridad, hay que recordar que la mayor seguridad es poder confiar en los vecinos, es sentirnos rodeados de personas que tienen lo indispensable, de personas que han sido tenidas en cuenta en el diseño de la ciudad: nada es más peligroso que lo que dejan por fuera los mil torpes mecanismos de la exclusión.
Y es apenas justo que todo lo que excluimos se vuelva peligroso: bien dicen los sabios que el destino castiga más duramente la negligencia que la maldad.
La ciudad no solo está en la ciudad: vivir en el espacio urbano exige conciencia del mundo. Y ahora más que nunca. ¿Cuántas personas en Cali saben que la provisión y la pureza del agua que sale de sus grifos depende, por ejemplo, de la protección de los Farallones, del control a la tala de bosques y a la contaminación en la cuenca del río Pichindé y en Felidia, de darles una correcta solución a los invasores de esas cuencas, arrojados allí por la necesidad o por otras razones?
No puede haber una mejor ciudadanía sin una adecuada información ambiental y sin una educación que vaya más allá de la información, que sensibilice, que nos haga sentir parte de la región, parte del planeta.
Más allá de su tejido urbano, de su sistema de fábricas y comercios, de su tejido residencial y recreativo, de sus sistemas de transporte y de comunicación, la ciudad es también un organismo invisible, hecho de memoria y leyendas, de mitos y de imaginaciones, de símbolos y de música. Y esa mitología de la ciudad a veces llega a ser más visible para el mundo que la ciudad física sobre la que esos símbolos reposan.
Cali es una ciudad donde se fusionan muchas realidades: hay que permitir que dialoguen a través de todos los lenguajes. Cali es un diálogo de negros y blancos, de inmigrantes de todo el país, un diálogo de la llanura con la montaña, de los Andes con la cuenca del Pacífico, de la agricultura con la industria.
Y Cali solo puede ser un diálogo de culturas. Hay que dejar florecer los mitos, hay que escuchar la voz profunda de las comunidades, y hay que desatar procesos, porque las comunidades están llenas de iniciativas a las que no se les puede trazar todo su derrotero, que deben evolucionar por sí mismas, guiadas, como siempre en el arte, más por la intuición que por la razón.
Las políticas pueden equivocarse, pero las costumbres civilizadas, los sitios de encuentro, los relatos, la gastronomía, las canciones, las músicas, las artes verdaderas, solo nacen cuando son necesarias, y tal vez por eso nunca se equivocan.
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